martes, 15 de marzo de 2016

Cuarto menguante.

Cuarto Menguante
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Graciela González
Periodista/Escritora



      Toscana... Danza de mar y abrazo de Apeninos. Sol del Tirreno que amamanta girasoles y baña las escasas llanuras de un suelo que se ajusta al talle de las montañas. Sinuosos caminos que suben y bajan al mismo ritmo que otrora los etruscos recorrieron. ¿De qué se trata la paz y la guerra si para definir a la una hay que conocer a la otra? Esto mismo se preguntaron en Arezzo los que compartieron más de cuatro generaciones sembrando y cosechando sus alimentos, cuidando de las aves y los cerdos en cada corral, cuando la segunda gran ola bélica alzó de los infiernos a los tan temidos monstruos sin rostros, que no eran otros que los de todos los tiempos: Hombres impregnados de la energía del poder –que así hechizados- relegan su humanidad al servicio de estériles sometimientos sin fronteras.
       En aquella provincia y por entonces, algunas casas ligeramente alzadas del nivel del suelo ofrecían debajo un lugar para cobijar a los animales, en tanto los pobladores soportaron por esos años no sólo el frío, la escasez de alimentos o la falta de abrigos suficientes, sino también el asedio constante de los enemigos llevándose sus reservas de comida que en ocasiones enterraban en pozos y el miedo a los abusos de sus mujeres, que ya no se acercaban para sus rezos a la Iglesia de Santa María della Pieve.
       Tanta tristeza pintada de un gris de invierno siempre encuentra en el amor la esperanza de un sol que pugna por salir en un parto celestial. 
       Salvador y Rosario con sus sueños de adolescentes, promesas de vida y de un mañana por venir, descubrieron aquel sentimiento; ese que nace en las entrañas del corazón, se arraiga en todos los sentidos, se instala y se graba por fin en la inefable memoria. Fuera de su aldea los otros lugares eran inexistentes pero –muy a sus pesares- los padres de ambos enfrentaban decisiones que les cambiaría el destino porque sólo tenían preguntas sin saber qué responder:
      -“¿Cuándo acabaría la guerra?, -¿En meses?, -¿En años?, -¿Y luego qué?, -¿Qué futuro tendrían allí sus hijos y sus nietos?”
       Algunos italianos ya habían emigrado por lo que muchas familias planificaron el inicio de un éxodo hacia América; una esperanza en otro continente al parecer dispuesto a recibirlos con tierras prósperas para labrar.
      Salvador y Rosario no tenían la misma expectativa. Ningún mundo existía más allá de ellos y nada justificaba alzarse a la mar en carabelas de conquista porque ellos, ya se habían conquistado. Después de haber descubierto sus almas ¿qué travesía les podía prometer una orilla con algo mejor que tenerse el uno al otro si ellos, ya se tenían? Cuando los mayores les comunicaron la decisión de partir de su Toscana natal abandonando los amaneceres de Arezzo –lo único que tenían y conocían-, lloraron con franca amargura e intentaron inútilmente –implorando con ruegos- evitar que los separasen.  
      De repente todo olía diferente para ellos, su entorno cobraba otra apariencia, intentaron recoger más aire puro para sus pulmones que comenzaban a llenarse de lágrimas y cerraron sus bocas apretando una queja.  Buscaron en el interior de la mente una respuesta en tanto que un sudor recorrió sus manos y la agitación en el pecho de cada uno resumió una mezcla de impotencia, miedo y angustia.  En la inocencia avanzaron en un camino, con una meta; cuando de pronto los sacaron de allí como si una gran explosión hubiese acontecido destruyendo todo y expulsándolos a cada uno hacia un lugar diferente.        Quizá algunas cuerdas de violín, tremolando al paso descendente de su arco, pudiesen explicar con su sonido aquello que sintieron estos seres.  Rosario tenía una tía, prima de su madre, que aunque llamada Isabel solían apodarla “turca”. Era, en realidad, hija de una florentina y de un armenio del que conservaba la tradición de leer la borra del café, tarea -por otra parte- que acostumbraba a practicar en ocasiones especiales, resultando este momento propicio para sus profecías.  Aunque ya casi no le quedaba de la preciada infusión a causa de la guerra, preparó sólo un poco para su sobrina y tras voltear la taza sobre el plato aseveró: - “Aunque separados por mucho tiempo, volverán a encontrarse en cuarto menguante”.
     Llegó el día de la despedida. Irían de Toscana a Roma para luego zarpar. Atrás quedaba la tierra de aire fresco mezclado con la brisa del mar, el olor de las rocas de los Apeninos, las hortalizas y las hierbas silvestres.  La familia de Salvador se embarcó hacia Uruguay y la de Rosario hacia Argentina. Cargaron los baúles hechos de madera y herrajes pesados con todas sus pertenencias, de las que podrían contar en el futuro acerca de las sábanas bordadas, toallas con monogramas y algunas fotos que llevaban, más nunca describirían con exactitud la herida incurable que les causó aquel desarraigo impuesto.
        ¿Con qué palabras explicarían esos abrazos en los que cada uno hundía el mentón en el paño de lana del abrigo del otro al despedirse? ¿Qué cuadro cargaría en una pincelada todo el terror de los rostros ante un mar ignoto, la incertidumbre de un viaje en medio de tantas personas desconocidas entre sí, mareados, sintiendo que aquella odisea nunca acabaría?
        Veintiséis días tardó en llegar a Buenos Aires el barco de Rosario y muchísimos años esperó aquella mujer que alguno de todos los cuartos menguantes que se posaron como anónimos en el cielo, mes a mes, volviese a ver a su amado Salvador tal como su tía le había anunciado.


*


          Instalados en Pergamino, su familia trabajó la tierra con la que mantuvieron un diálogo perfecto desde que llegaron. Fue como tener un pedazo de Italia en sus manos para fecundar día a día.  Ella se recibió de enfermera, convirtiendo su trabajo en un calmante refugio que sublimaba el amor. Cuidaba a una señora oriunda de Génova que apenas decía unas pocas palabras en español.  Acompañarla en la estancia en la que vivía rodeada de pinos, alcanfores, paraísos y frutales;  colmaba de regocijo el alma de Rosario que cada día revivía con nostálgica calma los amaneceres de Arezzo. Llegaba a diario por la mañana atravesando la entrada cuya tranquera siempre permanecía abierta. Una vez al mes -de todos los meses, de todos los años- cuando al salir por la noche y sobre el cielo, la luna se arremangaba el velo brillante para menguar su luz, soñaba despierta que en andas de alguna estrella su amado de Toscana descendería.
       En los siguientes dos años la inestable salud de la anciana genovesa advertía de un desenlace inminente, por lo que pidió a su administrador que convocase a sus familiares para distribuir los bienes que les dejaría. Ninguno llegó a verla aún con vida y el día que todos se reunieron en la finca, Rosario estuvo a cargo de recibirlos.
     El último en llegar, un sobrino que vivía y trabajaba en Montevideo, descendió de un auto negro cuyo conductor lo saludó retomando su trayecto de regreso. A las puertas de la estancia, bajo las ramas de un pino, Rosario tenía ante sí a un Salvador más alto, con un discurso de vida en las arrugas y ya no llevaba su boina como aquella mañana en el muelle de Italia. Ambos se quedaron quietos en sus lugares.
     Las lágrimas se apuraron en los ojos de ella y el caballo blanco del amor eterno hizo galopar el corazón de él.  Ya no importaba qué luna se posaría aquella noche sobre el cielo.
      Se emocionaron.
    Se acercaron cerrando los ojos. Uno acariciaba la espalda del otro en un abrazo casi angelical. El amor era el mismo, estaba intacto. Se soltaron un poco, deslizaron los dedos de las manos hasta encontrarse unidas y elevadas junto al pecho.  
    Un revoloteo de pájaros promovió otro abrazo y luego caminaron hacia el interior de la estancia al tiempo que Salvador cerraba tras de sí, la tranquera que desde hacía decenas de años había permanecido abierta.
     Al fin se leía desde la calle el antiguo cartel de madera de roble, tallado por quién sabe qué artesano del pueblo, que rezaba: Bienvenidos a “Cuarto Menguante”.



Fin
(C) 2004 / Para revista femenina en Buenos Aires.
(C) 2012 / Para el libro "Oasis del Alma"
(C) 2016   Graciela González / Khristael