_________________________________________Cuarto Menguante
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Graciela González Periodista/Escritora |
Toscana... Danza de mar y abrazo de
Apeninos. Sol del Tirreno que amamanta girasoles y baña las escasas llanuras de
un suelo que se ajusta al talle de las montañas. Sinuosos caminos que suben y
bajan al mismo ritmo que otrora los etruscos recorrieron. ¿De qué se trata la
paz y la guerra si para definir a la una hay que conocer a la otra? Esto mismo
se preguntaron en Arezzo los que compartieron más de cuatro generaciones
sembrando y cosechando sus alimentos, cuidando de las aves y los cerdos en cada
corral, cuando la segunda gran ola bélica alzó de los infiernos a los tan
temidos monstruos sin rostros, que no eran otros que los de todos los tiempos:
Hombres impregnados de la energía del poder –que así hechizados- relegan su
humanidad al servicio de estériles sometimientos sin fronteras.
En aquella provincia y por entonces, algunas casas ligeramente alzadas
del nivel del suelo ofrecían debajo un lugar para cobijar a los animales, en
tanto los pobladores soportaron por esos años no sólo el frío, la escasez de
alimentos o la falta de abrigos suficientes, sino también el asedio constante
de los enemigos llevándose sus reservas de comida que en ocasiones enterraban
en pozos y el miedo a los abusos de sus mujeres, que ya no se acercaban para
sus rezos a la Iglesia de Santa María della Pieve.
Tanta tristeza pintada de un gris de invierno siempre encuentra en el
amor la esperanza de un sol que pugna por salir en un parto celestial.
Salvador y Rosario con sus sueños de adolescentes, promesas de vida y de
un mañana por venir, descubrieron aquel sentimiento; ese que nace en las
entrañas del corazón, se arraiga en todos los sentidos, se instala y se graba
por fin en la inefable memoria. Fuera de su aldea los otros lugares eran
inexistentes pero –muy a sus pesares- los padres de ambos enfrentaban
decisiones que les cambiaría el destino porque sólo tenían preguntas sin saber
qué responder:
-“¿Cuándo acabaría la guerra?, -¿En meses?, -¿En años?, -¿Y luego qué?, -¿Qué
futuro tendrían allí sus hijos y sus nietos?”
Algunos italianos ya habían emigrado por lo que muchas familias
planificaron el inicio de un éxodo hacia América; una esperanza en otro
continente al parecer dispuesto a recibirlos con tierras prósperas para labrar.
Salvador y Rosario no tenían la misma expectativa.
Ningún mundo existía más allá de ellos y nada justificaba alzarse a la mar en
carabelas de conquista porque ellos, ya se habían conquistado. Después de haber
descubierto sus almas ¿qué travesía les podía prometer una orilla con algo
mejor que tenerse el uno al otro si ellos, ya se tenían? Cuando los mayores les
comunicaron la decisión de partir de su Toscana natal abandonando los
amaneceres de Arezzo –lo único que tenían y conocían-, lloraron con franca
amargura e intentaron inútilmente –implorando con ruegos- evitar que los
separasen.
De repente todo olía
diferente para ellos, su entorno cobraba otra apariencia, intentaron recoger
más aire puro para sus pulmones que comenzaban a llenarse de lágrimas y
cerraron sus bocas apretando una queja.
Buscaron en el interior de la mente una respuesta en tanto que un sudor
recorrió sus manos y la agitación en el pecho de cada uno resumió una mezcla de
impotencia, miedo y angustia. En la inocencia
avanzaron en un camino, con una meta; cuando de pronto los sacaron de allí como
si una gran explosión hubiese acontecido destruyendo todo y expulsándolos a
cada uno hacia un lugar diferente. Quizá
algunas cuerdas de violín, tremolando al paso descendente de su arco, pudiesen
explicar con su sonido aquello que sintieron estos seres. Rosario tenía una tía, prima de su madre, que
aunque llamada Isabel solían apodarla “turca”. Era, en realidad, hija de una
florentina y de un armenio del que conservaba la tradición de leer la borra del
café, tarea -por otra parte- que acostumbraba a practicar en ocasiones
especiales, resultando este momento propicio para sus profecías. Aunque ya casi no le quedaba de la preciada
infusión a causa de la guerra, preparó sólo un poco para su sobrina y tras
voltear la taza sobre el plato aseveró: - “Aunque separados por mucho tiempo,
volverán a encontrarse en cuarto menguante”.
Llegó el
día de la despedida. Irían de Toscana a Roma para luego zarpar. Atrás quedaba
la tierra de aire fresco mezclado con la brisa del mar, el olor de las rocas de
los Apeninos, las hortalizas y las hierbas silvestres. La familia de Salvador se embarcó hacia
Uruguay y la de Rosario hacia Argentina. Cargaron los baúles hechos de madera y
herrajes pesados con todas sus pertenencias, de las que podrían contar en el
futuro acerca de las sábanas bordadas, toallas con monogramas y algunas fotos
que llevaban, más nunca describirían con exactitud la herida incurable que les
causó aquel desarraigo impuesto.
¿Con
qué palabras explicarían esos abrazos en los que cada uno hundía el mentón en
el paño de lana del abrigo del otro al despedirse? ¿Qué cuadro cargaría en una
pincelada todo el terror de los rostros ante un mar ignoto, la incertidumbre de
un viaje en medio de tantas personas desconocidas entre sí, mareados, sintiendo
que aquella odisea nunca acabaría?
Veintiséis
días tardó en llegar a Buenos Aires el barco de Rosario y muchísimos años
esperó aquella mujer que alguno de todos los cuartos menguantes que se posaron
como anónimos en el cielo, mes a mes, volviese a ver a su amado Salvador tal como
su tía le había anunciado.
*
Instalados
en Pergamino, su familia trabajó la tierra con la que mantuvieron un diálogo
perfecto desde que llegaron. Fue como tener un pedazo de Italia en sus manos
para fecundar día a día. Ella se recibió
de enfermera, convirtiendo su trabajo en un calmante refugio que sublimaba el
amor. Cuidaba a una señora oriunda de Génova que apenas decía unas pocas palabras
en español. Acompañarla en la estancia
en la que vivía rodeada de pinos, alcanfores, paraísos y frutales; colmaba de regocijo el alma de Rosario que
cada día revivía con nostálgica calma los amaneceres de Arezzo. Llegaba a
diario por la mañana atravesando la entrada cuya tranquera siempre permanecía
abierta. Una vez al mes -de todos los meses, de todos los años- cuando al salir
por la noche y sobre el cielo, la luna se arremangaba el velo brillante para menguar
su luz, soñaba despierta que en andas de alguna estrella su amado de Toscana
descendería.
En los
siguientes dos años la inestable salud de la anciana genovesa advertía de un
desenlace inminente, por lo que pidió a su administrador que convocase a sus familiares
para distribuir los bienes que les dejaría. Ninguno llegó a verla aún con vida
y el día que todos se reunieron en la finca, Rosario estuvo a cargo de
recibirlos.
El último en llegar, un sobrino que vivía y trabajaba
en Montevideo, descendió de un auto negro cuyo conductor lo saludó retomando su
trayecto de regreso. A las puertas de la estancia, bajo las ramas de un pino,
Rosario tenía ante sí a un Salvador más alto, con un discurso de vida en las
arrugas y ya no llevaba su boina como aquella mañana en el muelle de Italia.
Ambos se quedaron quietos en sus lugares.
Las
lágrimas se apuraron en los ojos de ella y el caballo blanco del amor eterno
hizo galopar el corazón de él. Ya no
importaba qué luna se posaría aquella noche sobre el cielo.
Se emocionaron.
Se
acercaron cerrando los ojos. Uno acariciaba la espalda del otro en un abrazo
casi angelical. El amor era el mismo, estaba intacto. Se soltaron un poco,
deslizaron los dedos de las manos hasta encontrarse unidas y elevadas junto al
pecho.
Un
revoloteo de pájaros promovió otro abrazo y luego caminaron hacia el interior
de la estancia al tiempo que Salvador cerraba tras de sí, la tranquera que desde
hacía decenas de años había permanecido abierta.
Al fin se
leía desde la calle el antiguo cartel de madera de roble, tallado por quién
sabe qué artesano del pueblo, que rezaba: Bienvenidos a “Cuarto Menguante”.
Fin
(C) 2004 / Para revista femenina en Buenos Aires.
(C) 2012 / Para el libro "Oasis del Alma"
(C) 2016 Graciela González / Khristael
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