SE
NECESITAN COREÓGRAFOS
Los habitantes de
aquella ciudad pegaron carteles por todas partes, para asegurarse de que muchos
de los viajeros que la visitaran los pudiesen ver sin dificultad.
“Se necesitan coreógrafos”,
era la clara leyenda que –aunque escrita con mucha simpleza- podía leerse desde
la principal ruta de acceso.
Ella sintió que la
buena suerte se confabulaba para que pudiese llevar a cabo lo que mejor sabía
hacer: -guiar los pasos en una danza hasta lograr la unidad armónica de la
obra.
Cuando descendió del
auto fue caminando hacia el primer letrero, pisando rocas, elevándose a veces
del suelo, sorteando muchas personas con una triste expresión en el rostro e
incluso pareciéndole que todas eran las mismas caras.
No supo de qué modo
se encontró de pronto en un gran salón cuyas paredes no podía distinguir.
Todas esas mujeres
movían sus cuerpos con las espaldas encorvadas hacia adelante y sus brazos –mucho
más largos que los de un humano normal- colgaban de sus hombros, alcanzando el
piso con manos cuyos dedos eran extrañas y largas raíces.
-¿Qué hago acá?, se
preguntó mentalmente, la recién llegada.
Sin saber cómo, percibió que alguien le respondía:
-Escucho lo que
piensas. Viniste siguiendo el cartel porque haces lo mismo que nosotras:
danzar.
-¿Y las manos en el
piso?, siguió preguntando.
-Son iguales que las
tuyas. Son para no dejar de bailar lo mismo.
-¿Qué interpretan?
-“No soltaremos el
dolor”; por eso necesitamos a alguien que nos ayude a mantener este ritmo.
Desorientada por la
respuesta, notaba que además las siluetas de la escena se desdibujaban, por lo
que apuró un comentario:
-¿Por qué repetirlo?
¡Existen otros pueblos, otras músicas! ¡Quiten las manos del suelo y les
enseñaré otra forma de bailar!
Ninguna persona
había quedado allí. Una de las paredes se transformó en una puerta abierta y al
tiempo que entraba un gran rayo de luz, una voz pareció hablarle a su mente:
-Recuerda lo que has
dicho al despertar.
Ana se incorporó
sobresaltada, miró el reloj: -¡Ya es hora de levantarme! Miró hacia su ventana
logrando que los rayos del sol que entraban
a través de ella le recordaran que había estado soñando. Pero aquel viaje
onírico le acababa de devolver su libertad.
Lleva muchos años
repitiendo la misma coreografía emocional, aceptando el sufrimiento de un amor tan
ausente como dañino para su vida.
Sus zapatillas de
baile cuelgan del armario desde el día en que quiso elegir entre un mal vínculo
o su amada danza.
Se levantó, se
vistió con alegría, colgó un bolso sobre su hombro, tomó el calzado con sus
largas cintas de atar y sin mirar otra vez el lecho, salió de aquella casa
convencida: - Ya no elijo la misma danza del dolor.
Escrito por Graciela
Khristael khristael@gmail.com 2-3 de Marzo de
2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario